<< —Poco a poco…, poco a poco
—replicó el hombre, y de un cajón de la mesa

sacó un puñado de baratijas, que cayeron
tintineando sobre la bandeja.

—Ahora —dijo el niño agitando un periódico
viejo— míralas todo el tiempo

que quieras, extranjero. Cuéntalas, y si lo
necesitas, cógelas con la mano.

A mí me basta con una mirada. —Y se volvió de
espaldas orgullosamente.

—Pero, ¿en qué consiste el juego?

—Cuando tú las hayas contado y manoseado y estés
seguro de recordarlas

todas, yo las cubriré con este periódico, y
tienes que darle cuenta al

sahib Lurgan de lo que conserves en la memoria.
Yo, por mi parte, escribiré

mi relación.

—¡Ah! —El instinto de competición se había
despertado en Kim. Se inclinó

sobre la bandeja. Allí no había más que quince
piedras—. Esto es fácil

—dijo, después de pasado un minuto. El niño
colocó el periódico sobre las

piedras refulgentes y se puso a escribir en un
libro de cuentas indígena.

—Hay cinco piedras azules bajo
el periódico: una grande, otra más pequeña,

y tres chicas —dijo Kim apresuradamente—. Hay
cuatro piedras verdes y una

que tiene un agujero; una amarilla a través de
la cual se puede mirar, y

una que parece la boquilla de una pipa. Hay dos
piedras rojas, y… y… he

contado quince, pero se me han olvidado dos.
¡No! Espera un poco. Una era

de marfil, pequeña y oscura, y… y… espera un
poco.

—Uno, dos… —El sahib Lurgan contó despacio
hasta diez. Kim sacudió la

cabeza.

—¡Atiende a mi relación! —interrumpió el
chiquillo, riendo alegremente—.

En primer lugar, hay dos zafiros defectuosos,
uno de dos quilates y el otro

de cuatro, según puedo juzgar. El zafiro de
cuatro quilates está roto en

una esquina. Hay una turquesa
del Turquestán, plana y con vetas negras y

que tiene dos inscripciones: una con el Nombre
de Dios, en oro, y la otra,

que está resquebrajada, porque procede de uña
vieja sortija, y no la puedo

leer. Ya tenemos las cinco piedras azules. Hay
cuatro esmeraldas

estropeadas, pero una de ellas está agujereada
por dos sitios y la otra un

poco tallada…

—¿Sus pesos? —dijo el sahib Lurgan, impasible.

—Tres, cinco, cinco y cuatro quilates, poco más
o menos. Hay una pieza de

viejo ámbar verdoso, que procede de una pipa, y
un topacio tallado de

Europa. Hay un rubí de Birmania que pesa dos
quilates, sin ningún defecto,

y una espinela, defectuosa, que pesa dos
quilates. Hay un marfil de la

China tallado que representa a una rata sorbiendo
un huevo; y por último

hay —¡ja, ja!— una bolita de cristal del tamaño
de un guisante, engastada

sobre una hoja de oro.

Y al terminar palmoteó alegremente.

—Puede ser tu maestro —dijo el sahib Lurgan
sonriendo. >>


Del libro Kim de Rudyard Kipling.